(SP). El papa Francisco beatificó el pasado domingo 4 de septiembre a Juan Pablo I, «el papa de la sonrisa». Tras haber estudiado con exhaustividad toda la documentación de la causa de beatificación, Mons. Rino Fisichella, que participó como ponente en la causa, presenta un nuevo libro dedicado a este Papa. En él nos descubre a un hombre de Dios que, en la sencillez de su saber estar, de su estilo de vida, manifestaba una profundidad espiritual poco común, especialmente para el período histórico que vivió. Reproducimos a continuación, a modo de adelanto editorial, el relato que hace Mons. Fisichella en la Introducción del libro, la historia de una curación en la que –para muchos– la oración a Juan Pablo I resultó imprescindible.
«Si quieres convertirte en santo… haz un milagro». Pronuncié estas palabras unos meses después de haber presentado como ponente la causa sobre las virtudes del papa Juan Pablo I. No eran irrespetuosas ni sarcásticas, como pudiera parecer, sobre todo, en labios del teólogo que muchas veces, con razón o sin ella, se cree desprovisto de la fe de la gente sencilla porque da demasiado espacio a la razón. Pero todo había sucedido inesperadamente. La cronología de los hechos ayudará a comprender mejor esa expresión. Me veo en la obligación, pues, de explicar el motivo de mi petición inmediata y a posteriori afortunada de un milagro.
Para nuestro dicasterio de la nueva evangelización, el 25 de marzo sigue siendo una cita fija para celebrar la santa misa en sufragio del padre Marco Sozzi. Este sacerdote de Lodi, fallecido prematuramente, era funcionario del Pontificio Consejo y con su carácter abierto y benévolo había logrado, durante el Jubileo extraordinario de la misericordia, hacerse amigo de muchos jóvenes voluntarios que diariamente prestaban su trabajo para el éxito del evento. Al final de la Eucaristía celebrada en la pequeña iglesia de Santa María de la Anunciación, en Borgo, me detuve con algunos jóvenes de la parroquia de San Giovanni María Vianney en las afueras romanas de Borghesiana, para intercambiar algunas palabras. Oreano fue el primero en encontrarme y con cara de tristeza me dijo: «El padre Rino no está bien. Estamos todos consternados». «Pero ¿cómo? –pregunté de inmediato–, ¿qué ha pasado?». La respuesta de Oreano fue unánime con la de otros amigos que mientras tanto se habían acercado: «Hace unos días Oriana tuvo un accidente muy grave… está en la sala de recuperación, pero parece que ya no hay nada más que hacer».
La noticia me sorprendió y me impactó. Conocía bien a la niña porque muchas veces me invitan a la parroquia, y con las familias y los jóvenes se había creado una relación de cariño y amistad, y cuando necesito ayuda para las diversas iniciativas del dicasterio, los «chicos del padre Marco» son los primeros en estar disponibles. El párroco, Mons. Marco Gandolfo, fue mi secretario durante ocho años cuando yo era rector de la Universidad Lateranense y es obvio que la amistad sacerdotal con él se ha extendido también a sus feligreses. En fin, después de tan triste e inesperada noticia, dije espontáneamente: «Muchachos, debemos rezar a Juan Pablo I… si quiere hacerse santo, que haga el milagro». Mi exhortación se apoderó de los muchachos y, de regreso a Borghesiana, le hablaron al padre Marco de la broma del obispo, iniciando una auténtica cadena de oración dirigida a Juan Pablo I por la recuperación de Oriana.
El párroco me llamó por teléfono al día siguiente para ponerme al día sobre los dramáticos hechos ocurridos y sobre la evolución de la enferma. El hecho ocurrió el 17 de marzo alrededor de las 15:00 h; al cabo de unos minutos, el primero en acudir fue su padre, David, que por suerte tiene el título de socorrista, pero solo pudo constatar la gravedad del accidente: Oriana estaba inmóvil, tenía una abertura en el cráneo con el cerebro al descubierto, el pulso ausente, así como también el latido de la aorta en el cuello. A pesar del tráfico de Roma, la ambulancia llegó enseguida y se alertó a la sala de emergencias más cercana de Tor Vergata. Oriana llegó en muy malas condiciones: después de treinta minutos sus constantes vitales no respondían, aunque habían seguido intentando reanimarla; aunque, afortunadamente, tras 45 minutos sí que hubo respuesta. Inmediatamente se realizó un TAC que mostró: ambos fémures rotos, una lesión torácica, un traumatismo craneoencefálico con exposición de material cerebral y numerosas astillas de hueso clavadas en los lóbulos frontales. La llevaron al quirófano, y tras 13 horas de cirugía múltiple la niña fue trasladada a cuidados intensivos, donde permaneció 46 días. En las horas siguientes, el médico ortopedista les comunicó a los padres que había dispuesto que los fémures fueran colocados provisionalmente con dispositivos ortopédicos de tracción externa y nada más. Esta noticia no fue suficiente para sus padres, que consiguieron una cita con el neurocirujano que había operado a Oriana. Sin rodeos, les explicó que había hecho todo lo posible pero que tenían que prepararse para el fatal desenlace… solo un milagro podría salvar a Oriana. El médico, con la esperanza de ayudar a entender mejor la dramática situación, preguntó a los padres cuántos hijos tenían. «Tres», respondió David de inmediato. «Entonces hay que resignarse a disfrutar de los otros dos», instó el doctor. Solo la fuerza de la fe permitió que el padre y la madre llamaran al padre Marco para administrar la unción de los enfermos a Oriana. En los días siguientes la situación no cambió. La doctora a cargo de la unidad de cuidados intensivos aseguró que la niña estaba haciendo varios intentos de despertar, pero todos con resultados negativos. Todas las señales sugerían que la niña se dirigía a la muerte cerebral. La fe consoló a la familia y a los amigos, pero la idea de rezar al papa Luciani también trajo un viento de esperanza. El padre Marco también me pidió unas fotos del Papa y, curiosamente, no encontramos ninguna. El padre Graham, que en ese momento estaba prestando servicio festivo en esa parroquia, hizo lo mejor que pudo para que se imprimieran algunas estampas, que llegaron de inmediato a Borghesiana.
David, el padre de la niña, confesó entonces: «He pasado la mayor parte del tiempo en la capilla rezando y no he dudado ni un segundo en dirigir mi oración de intercesión a Juan Pablo I, pidiendo a toda mi familia que hiciera lo mismo». Unos días después, otra llamada telefónica del padre Marco me llamó mucho la atención: «Excelencia, de repente Oriana ha salido del coma y está bien». «¿Qué?», fue lo único que pude decir. En la emocionada llamada telefónica me contó las diversas fases de lo sucedido: «En un determinado momento todas las máquinas empezaron a sonar… los instrumentos de control estaban como locos sin razón aparente, los médicos acudieron de inmediato; estaban incrédulos, no lograban encontrar una explicación. Oriana volvió a abrir los ojos y se despertó». Al día siguiente fui directamente a visitar el hospital de Tor Vergata. Pude abrazar a sus padres y acariciar a Oriana, aún en la cama de cuidados intensivos, pero alerta, consciente y sonriente. No me corresponde a mí juzgar si lo que ha sucedido es un «milagro». Lo que sí es cierto, sin embargo, es la «nueva» vida de Oriana: ahora está bien y ha vuelto a ser, tras unas cuantas operaciones estéticas, la misma niña hermosa y alegre de siempre. Experimenté personalmente que el desafío lanzado había sido aceptado, especialmente por Juan Pablo I. Pensé: el Papa «quiere» hacerse santo.
Como se verá en las páginas siguientes, para Albino Luciani la santidad había sido su programa de vida. Una elección de fe que desde niño hizo suya, con la certeza de que ese camino le daría la serenidad y la alegría, el sentido de la vida.